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Murdoch: La Salvación por las Palabras

Murdoch: La Salvación por las Palabras. Atma Unum

@1tm122n22m, Atma Unum

Reflexiones de Iris Murdoch sobre el poder sanador de la literatura frente a la filosofía. ¿Puede la literatura ofrecer una forma de curación? #Arte #Literatura https://wp.me/p3JLEZ-4ly

Iris Murdoch, filósofa y escritora irlandesa, plantea en su libro «La salvación por las palabras» la interesante interrogante sobre si la literatura puede sanarnos de los males de la filosofía. En este texto que les compartimos, Murdoch explora el poder y la importancia de las palabras, y cuestiona si la literatura, a través de su capacidad para expresar verdades complejas de manera más accesible, puede ofrecer una forma de curación frente a los problemas planteados por la filosofía. Es un tema que nos invita a reflexionar sobre el potencial transformador de la literatura en nuestra comprensión del mundo y de nosotros mismos.

Murdoch: La Salvación por las Palabras. Atma Unum
Murdoch: La Salvación por las Palabras. Atma Unum

Arrecian los ataques contra el arte, nos dicen; pero es que el arte siempre ha estado en el punto de mira. Lo temen los tiranos porque ellos buscan el desconcierto y el arte tiende a la clarificación. El buen artista es vehículo de la verdad, formula ideas que, de otro modo, solo serían vaguedades, y centra la atención en hechos que ya no se pueden soslayar. El tirano persigue al artista, lo silencia, busca degradarlo o comprarlo. Esto siempre ha sido así. Sin embargo, en esta época que nos ha tocado vivir, parece que tenga el arte más enemigos de lo normal. Cierto es que los tiranos siguen aquí, y bien sabemos a qué se dedican. Pero ahora la ciencia, la filosofía y las fuerzas que surgen del arte mismo amenazan esta actividad tradicional: una actividad a la que estamos muy acostumbrados, cuya presencia asumimos coo algo que nos es dado, pero que puede que sea más frágil e inestable de lo que parece.

Los románticos sentían de una manera muy visceral que la ciencia era enemiga del arte; y, a su manera, simplificando las cosas, obvio es que tenían razón. Una sociedad tecnológica es un incordio para el artista; pero de una forma casi automática y sin mala intención, solo porque toma las riendas y le da la vuelta al concepto de creación artesanal; y porque reproduce sin fin objetos que no son artísticos pero que a veces lo parecen. La tecnología le roba el público al artista porque, aunque las formas de entretenimiento que inventa no llegan del todo a la condición de arte, sí copan el interés y rivalizan con él a la hora de entender el mundo.

Además, la ciencia afecta también al alma del artista, no solo al ámbito de sus relaciones públicas. Lo que se da en llamar «antiarte» no es un fenómeno tan novedoso. El arte más reciente tiene a menudo apariencia de antiarte, y como tal lo han considerado tanto sus aliados como sus enemigos. A intervalos regulares en la historia, el artista ha sido visto como un revolucionario o, al menos, como instrumento de cambio; en la medida en que tiende a ser un pensador sensible e independiente y a ejercer su labor relativamente fuera de lo establecido por la sociedad. En lo que llevamos de siglo (XX), hemos asistido al auge y declive de un movimiento, el surrealismo, que combatió el arte con el arte en nombre de la revolución. Bien es verdad que el movimiento surrealista acabó escindido en dos: algunos de sus miembros volvieron al redil del arte a través del antiarte, y otros lo dejaron por la política. Al surrealismo no lo movía lo mismo que mueve a los revolucionarios del antiarte contemporáneo. Hay cierta repugnancia contra la sociedad materialista de la reproductibilidad industrial, y el artista hace suya esta repulsa de manera natural y específica. Porque está específicamente bien dotado para atacar y caricaturizar esta sociedad; y porque a veces le da por hacerlo deformando de manera deliberada su propia creación artística, llevándola al ámbito de la burla y la provocación.

Uno de los motivos de cambio en el arte ha sido siempre el acusado sentido de la verdad que tiene el artista. Los artistas reaccionan constantemente contra la tradición, la hallan pomposa y apergaminada, lejos del sentir de los tiempos. Hoy día la reacción parece más visceral que antes porque se diría que muchos artistas jóvenes, sobre todo en las artes visuales, rechazan toda la tradición europea y desafían la propia idea de la obra de arte, ese ídolo bien conocido y venerado por tantas generaciones pasadas. La obra de arte y con ella su creador, el artista, han perdido parte de la grandeza y dignidad de antaño. A los escritores y a los pintores ya no se los venera tanto como en el siglo XIX, por ejemplo. Y es profunda la crisis de confianza en la idea misma del arte como generador de enunciados completos. Me parece que la tecnología ofrece un tipo de entretenimiento que no llega a la categoría de arte; pero que afecta al artista cuando muestra cómo algo totalmente efímero puede, sin embargo, aspirar a la perfección técnica y resultar enormemente atractivo. Además, es curioso que, pese a tus escasas pretensiones, o quizá por eso, resulte tan honesto. En comparación, el arte europeo, el gran arte con el que todos crecimos, es algo ciertamente grandioso, que exige mucha atención y aspira a ser fuente de verdades universales, a ofrecernos enunciados completos de suma importancia y complejidad sobre el mundo. Mucha gente hoy día, sobre todo los jóvenes, desconfía por puro instinto de esta aspiración a lo completo. Y desafían la completitud del propio objeto como una forma de desafiar la autoridad que lo enuncia. Ven el arte tradicional aquejado de grandiosidad y, como tal, portador de medias verdades.

También hay una reacción utilitarista contra el arte. La ha habido siempre, solo que ahora parece más acusada que nunca; y es cosa seria y bastante comprensible. Gente que hace gala de su incultura la ha habido siempre, eso está claro; pero ahora hay además quien siente que es una frivolidad disfrutar del arte en un mundo en el que la desgracia campa a sus anchas: al fin y al cabo, para ellos el arte no es más que una especie de juego. Esta forma de pensar echa raíces en las vetas del puritanismo y del protestantismo que nos son tan familiares; y cuaja en la filosofía de Jeremy Bentham, un pensador que le negó a la poesía cualquier consideración más allá de ser un simple juego de niños. La tecnología altera todavía un poco más la relación entre el artista y su cliente, y lo hace por partida doble: supone una amenaza para el mundo y muestra sus miserias en la pantalla de televisión. Las ganas de atacar el arte, de pasarlo por alto, someterlo o transformarlo hasta que sea irreconocible son reacción natural y, hasta cierto punto, respetable, de esta exhibición de fuerza. De hecho, la filosofía moral en Occidente, que lleva un tiempo alejándose del behaviorismo existencial para abrazar el utilitarismo sociológico, ha puesto de manifiesto desde un punto de vista filosófico dos de las posibles reacciones hostiles contra el arte. El existencialismo, el último flirteo del Romanticismo liberal con la filosofía, dado su prurito de sinceridad e inmediatez, deja entrever cierta crítica al arte solemne de antaño, pues no le perdona su mala fe. El happening es el hijo que le tenía que nacer al existencialismo. Es más, el Romanticismo albergó siempre en su seno la semilla del antiarte con su culto al sentimiento sincero. He ahí Rousseau; el principio del fin. Por su parte, el utilitarismo sociológico, que siempre se inclinó más por el cientifismo que por el humanismo, hace gala de su incultura sin sonrojos y con cierta altura de miras.

No es lugar este para ocuparme de los múltiples enemigos que acechan al arte. Solo quiero hacer dos cosas: diagnosticar un mal que se ceba especialmente, a mi juicio, en el arte occidental; y aconsejar qué se puede hacer en consonancia. Para ayudarme en ese diagnóstico, echaré mano de dos grandes y conspicuos detractores del arte que, en muchos aspectos, muestran gran afinidad entre ellos: Platón y Freud. El segundo dice que el psicoanálisis tiene que deponer sus armas enfrentado al problema del artista. Sin embargo, Freud no depone las suyas. Según él, en lo esencial, el arte es eso que el artista vive como fantasía y estimula al cliente a vivirlo como fantasía también. Entre uno y otro está la obra de arte, que actúa como una especie de soborno encubierto. El encanto estético de la obra de arte, que tiene una base formal y de cierta inocencia, lleva de la mano al cliente, como antes llevara al artista, hasta que lo arroja en brazos de un placer bien distinto: una satisfacción sexual enmarcada dentro del juego lícito de la fantasía, que es lo que le brinda a la obra ese aire espurio de completitud. El arte, pues, nos consuela, pero lo hace por medios secretos y no reconocidos; en cierto sentido, la unidad y dignidad de la obra de arte es un camelo.

Lo que sucede es que Freud era muy leal a la tradición europea y su ataque al arte no fue despiadado. Por eso entrevera la crítica con elogios, Aunque eso no la hace menos demoledora. Cuando Platón decide dejar a los artistas fuera de su Estado ideal, no hay cortés respeto a institución establecida que valga. Platón prohíbe la entrada al artista por razones eminentemente freudianas. Considera el arte como un intercambio de lo más básico, algo creado por y para la parte más baja del alma. El arte estudia lo inestable y lo múltiple; eso que podríamos Llamar lo neurótico: al artista se le da muy bien plasmarlo y, además, disfruta haciéndolo. El bien, que es lo estable, y es a la vez lo uno y no es «interesante», eso el arte ni lo entiende ni sabe representarlo. (Por supuesto, Platón piensa sobre todo en los escritores). Es más, el arte hace que «aflojamos la vigilancia» (la frase es de Platón) y nos aventuremos de manera vicaria y complaciente en experiencias emocionales que no consentiríamos en la «vida real». El arte es un falso consuelo, celebra lo mediocre y lo más bajo, es una excusa para caer en el regodeo emocional.

Este ataque tan fulminante sucede al final de La República, y es lícito leerlo en relación con un pasaje de lo más significativo del Fedro (275) en el que Platón critica la escritura. Como tal, entiendo el uso de símbolos visuales para expresar palabras, lo que, desde luego, era prácticamente una novedad en la época. Platón dice que los enunciados escritos pueden ser considerados en puridad solo recuerdos de la comunicación propiamente dicha, que acontece viva voce, cara a cara. Un enunciado escrito, como un cuadro, es algo encerrado en sí mismo, sin capacidad de respuesta. Es portátil, lo pueden llevar de un lado para otro; y, por eso, conocerá la degradación y el malentendido a los que quieran someterlo mentes malintencionadas y mediocres. La palabra escrita no debe tomarse nunca como un fin en sí misma, sino como algo ancilar con respecto a la comunicación directa y real, que es lo que la actualiza constantemente. Así que la literatura, el arte verbal, cuando queda recogida de manera escrita, también ofrece el flanco a esta crítica. Y aquí Platón se adelanta no solo a Freud (cuyos métodos terapéuticos dependen, por cierto, de la palabra hablada, no de la escrita), sino a la estética existencialista y también a Marshall Mcluhan.

Creo que estos dos grandes críticos han dado muestras de cierta inquietud hacia el arte que nos afecta especialmente a nosotros. Cómo Es lógico, se podrá decir desde ya que los comentarios de Platón y de Freud se aplican obviamente al arte malo, en el que la parte más baja del alma apela a la parte más baja del alma. Pero lo interesante es que también se pueden aplicar al buen arte. Mucha gente, y eso incluye muchos artistas, siente hoy día que la dignidad y el consuelo de los que hace gala el arte son falsos; y que no hay tal unidad en la obra de arte. Gran parte del arte visual es bien consciente de ello precisamente cuando ataca dicha unidad en cuanto tal. Los cuadros ya no caben en los marcos, los objetos son demasiado grandes, o demasiado complejo sin razón aparente, y es imposible abarcarlos en una visión unificada. De algún modo, esto atañe también a la palabra impresa, cuya sinceridad es cuestionada en lo esencial. De ahí que se prefiera la experiencia inmediata, participativa, los happenings, algo que no pueda mentir.

Puede que sea aconsejable, terapéutico casi, en una época de tanta inseguridad como la nuestra, reconocer que el arte es una especie de juego de manos y que la obra de arte es un seudoobjeto. Como Es lógico, las obras de arte no son «objetos materiales», Aunque andan cerca. Sin embargo, la obra de arte sí es un «objeto» sui generis en la medida en que es una unidad que a sí misma se contiene y como tal apela nuestra sensibilidad. W. H. Auden describe el poema como un «artilugio», pero añade que tiene un tipo dentro. Esta imagen tan feliz nos habla de algo bastante menos completo desde el punto de vista formal de lo que les gusta pensar a muchos defensores a ultranza del arte. Claro que las artes difieren unas de otras; y ciertas artes, como quizá la música, logran un grado de acabado formal que es imposible en literatura. Aquí me ocupo sobre todo de esta última; aunque me parece que lo que digo se puede aplicar, mutandis mutandis, a todas las artes. Y claro que no hay ningún poema, ni obra de teatro, ni, a fortiori, ninguna novela que sea tan esclarecida, necesaria y completa como parece -y hace por parecer- cuando estamos absortos en su lectura, cuando no paramos de darle vueltas sin ton ni son, sin someterla a ningún análisis. Bien pequeño es el alcance de una obra de Shakespeare cuando volvemos al texto después de haberla disfrutado de manera más relajada, en el sentido más general que tenemos de ella como objeto.

Juego de manos hay, eso seguro. Pero descubrir el truco no redunda necesariamente en descrédito del mago. Quizá en occidente nos haya fascinado siempre en demasía la idea de la obra de arte, ese ente imbuido de gran autoridad, digno depositario de nuestra confianza, benigno, trascendental, resplandeciente. Y como nos inquieta el arte, lo que hacemos ahora es dar cauce a esa inquietud criticando el objeto artístico, convencidos de que atacamos el arte en la medida en que atacamos el objeto. Yo misma estoy convencida de la importancia de la obra de arte como tentativa formal de unidad y enunciado completo. Si quiero contar la verdad de forma clara y sucinta, no hay manera mejor de hacerlo que someterme a su disciplina. Este esfuerzo en concreto revela el mundo como pocos otros. No creo que vaya a acabar la producción de obras de arte tal y como esta se entiende hoy día, tampoco que deba hacerlo. Ni que sufra ningún descrédito el arte por asumir que se nutre y está hecho en parte del batiburrillo humano de todos los días, la incoherencia, la contingencia, el sexo. (El sexo pese a la gran cantidad de formas de pensamiento que produce, es sobre todo batiburrillo: la comparación más exacta no sería la de jugar a la ruleta, sino la de meter la mano en un cajón de sastre). El gran arte, sobre todo la literatura, aunque también el resto de las artes, lleva dentro La asunción autocrítica de que algo es incompleto. Acepta el batiburrillo y lo celebra, y la perplejidad ante el mundo a la que se ve abocada la mente. El seudoobjeto incompleto es el lúcido comentario que se hace a sí misma la obra de arte.

Según Andrey Sinyavski, el arte es decir la verdad mediante el absurdo y de ahí aspirar a la simplicidad. Son palabras que tienen su enjundia. El arte abre espacio a la precisión en mitad del caos alimentar un lenguaje en el que el detalle se hace posible y escrupulosamente visible, y se pueden decir verdades obvias con sencilla autoridad. El hecho de que el seudoobjeto sea algo incompleto no es óbice para que aquello que encarna venga dotado de gran lucidez en su expresión; de hecho, en circunstancias ideales, ambos aspectos son las dos caras de una misma moneda. Según esto, todo arte que sea bueno será también su propia e íntima crítica; celebrará, con una enunciación sencilla y veráz, la naturaleza quebrada de su complejidad formal. Toda tragedia, sí es buena, será también antitragedia. En El Rey Lear, el protagonista quiere representar una versión falsa de lo trágico; busca lo solemne, lo completo. Shakespeare lo obliga a representar lo que verdaderamente es trágico: lo absurdo lo incompleto.

Así pues, el gran arte nos inspira verdad y humildad en la medida en que introduce dentro de la mímesis una precisión que es pura y autocrítica; y en su representación del mundo, una serie de formas que aspiran a ser completas, mas no lo son. (O sea que Platón, Aunque tenía razón en parte, en parte estaba equivocado). El gran arte es capaz de desvelar la zona más al centro de nuestra realidad; y, a la vez, de tomarla como motivo de análisis: la conciencia misma; y lo hace con una precisión que no queda al alcance de la ciencia, ni de la filosofía.

Finalmente, quiero hablar de una herramienta fundamental en esta indagación: las palabras. Ciertos cuadros, cierta música (Bach, Piero della Francesca) vienen a la cabeza cuando queremos mostrarnos a nosotros mismos la nula pretensión de que es capaz el arte, la falta absoluta de fingimiento, su lacerante lucidez. Podemos echar mano también de algún uso concreto de las palabras que hizo Homero, o Shakespeare. Pero no hay ninguna duda acerca de cuál sea el arte más importante para nuestra supervivencia y salvación desde un punto de vista práctico: la literatura. Son las palabras la textura y materia últimas del ser moral que somos; y lo son porque constituyen el símbolo más refinado, delicado y detallado de expresión que tenemos a través de la existencia. El más universal y comprendido también. Nos hicimos criaturas espirituales desde el momento en el que pasamos a ser criaturas verbales. Las distinciones fundamentales solo se pueden hacer con palabras. Las palabras son el espíritu. Sí es verdad que la elocuencia no garantiza el bien, y que las personas sin habla también pueden ser virtuosas. Pero la calidad de una civilización depende de lo hábil que sea a la hora de discernir y revelar la verdad, y esto depende del alcance y la pureza de su lengua.

Todos los dictadores intentan degradar el lenguaje como forma de generar desconcierto. Y muchas de las operaciones casi automáticas de la sociedad industrial capitalista tienden también a generar desconcierto y a borrar los contornos de la precisión verbal. Los hay tan desencaminados que atacan la palabra impresa y, de paso, las palabras mismas, en nombre de la sinceridad y el sentimiento verdadero. Pero cabe entender que, en un mundo como el nuestro, cuando se habla de la calidad de las palabras, de lo que se está hablando es de la calidad de la palabra impresa. Desde luego, Platón tiene razón al decir que las palabras que mejor se entienden, las más precisas y las más profundas, son las empleadas en la conversación entre personas, cara a cara. La palabra impresa tiene ambigüedades inevitables. Y no cabe duda de que hay cosas, como el budismo zen o la filosofía de Wittgenstein, que se pueden comunicar, si acaso, solo mediante un debate a viva voz. Mas, dado que no vivimos en una ciudad-Estado, tenemos que usar la imprenta; y, aunque esto cierre cierto riesgo, sirve también a modo de inspiración y desafío.

No debemos caer en la tentación de dejarle el usufructo de la lucidez y la exactitud del lenguaje al científico. Si hemos de escribir, escribamos lo mejor posible; para así plantarles cara a los peligros de los que habló Platón; y para defender la lengua y expresar con sutileza y claridad esa materia que constituye la más onda textura del espíritu. Cuando George Jackson(1) clamaba contra el tiempo perdido en la enseñanza de latín, un tiempo que habría podido emplearse en el estudio de las matemáticas o de la ciencia, defendía un punto de vista equivocado. Pues claro que es importante la exactitud en la ciencia, nunca lo será lo bastante. Más el estudio de una lengua o de una literatura, o cualquier estudio que aumente y refine la capacidad que tenemos de vérnoslas con las palabras, es ya parte de la batalla entablada en defensa de la civilización, la justicia y la libertad; en defensa de la claridad y la verdad, y contra esa jerga infame del seudocientifismo; contra el lenguaje chapucero y apocado de los medios de comunicación, y el desconcierto que generan los tiranos. No hay dos culturas. Solo hay una cultura y tiene su base en las palabras; en las palabras vivimos como seres humanos; en ellas ejercemos el poder de la moral y el del espíritu.

Como ya dije antes, no creo que muera nunca la creencia en el objeto artístico como un enunciado potencialmente completo. Es importante seguir profiriendo estos enunciados porque constituyen un desafío a la capacidad que tenemos de discernir y expresar la verdad; y porque son a menudo el único modo en el que nos es dado expresar, si acaso, ciertas verdades. Y creo que la obra de arte, en tanto que seudocosa, les viene como anillo al dedo a quienes habitan un planeta cosificado en el que son ellos mismos los seudoseres. Creo que, como en el pasado, el arte fagocitará el antiarte y lo hará suyo. Vivimos en una época anti metafísica en esta parte del mundo. Se rechaza el arte, en muchos aspectos, como se rechaza la metafísica: en filosofía, en religión y en las creencias populares que dimanan de ellas. Asistimos al desmantelamiento del escenario, y de verdad que asusta. Pero lo que quizá lo haga posible es una suerte de agnosticismo sanador, un misticismo natural, una humildad nueva que fomenta la claridad y el uso de un lenguaje llano, y la expresión de verdades manifiestas, sin pretensiones: verdades que a menudo no muestran una conexión una con otra, y no son bendecidas por el sistema; verdades que reflejan esas criaturas un tanto caprichosas que somos. La filosofía y también el arte se regeneran constantemente cuando vuelven, tanto a lo hondo y manifiesto, como a lo normal y corriente de la existencia humana; para habilitar allí un espacio en el que quepa el habla relajada, y el Ingenio y la reflexión sería que brota de manera natural. Que no nos quiten nunca esta zona central, donde la libertad y el arte tienen su sede. El artista que es grande, como el santo que lo es, nos calma con esa lucidez modesta y sencilla que tiene; nos habla con la voz que oímos en Homero, en Shakespeare y en los Evangelios. Es este el lenguaje humano del que debemos aspirar a ser dignos merecedores, independientemente de para qué escribamos: tanto si lo hacemos como creadores o como cualquier otro usuario de las palabras.(2)

  1. Activista estadounidense

2. Parte de la Blashfield Address pronunciada en la ceremonia anual de la Academia Estadounidense de las Artes y las Letras el 17 de mayo de 1972.

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