@eshuertajavier, Javier Huerta, escritor
Muchas de las tradiciones prehispánicas existentes en México, han tendido a desaparecer o caer en el olvido, no obstante, una que pareciera negarse a perderse es la tradición del xilocruz. Es un rito que tiende a comenzar a principios de septiembre y culmina el día de San Miguel Arcángel, que es el 29 de septiembre.

El ritual de origen prehispánico, que como muchos otros, pasó a convertirse en un acto sincrético del calendario litúrgico, comienza a inicios del mes de septiembre, las fechas varían conforme a la diferenciación regional donde se lleva a cabo. En algunos lugares tiende a iniciar desde la primera semana de septiembre, mientras que en algunas otras regiones tiene su inicio el día 14 del mismo mes, siempre aunado a la aparición de lo que en un futuro se convertirá en el fruto del maíz, mejor conocido como “jilote”, que es una espiga inflorecente formada por un racimo de estilos o cabellos que comienzan a asomar de este, dando paso a la futura polinización, y de esta forma a la maduración del grano. Aunque la aparición de estos suele variar y modificar por pocos días la festividad, la finalidad es la misma, el pedir que la cosecha llegue a un buen término.
Dicha festividad tiene sus orígenes en la celebración de la Diosa Prehispánica Chicomecoatl (del náhuatl: Chicomekoatl ‘siete serpientes”, chikome es siete y koatl significa serpiente’) esposa de Tezcatlipoca, y quien era la encargada de proporcionar el sustento a su hijo mediante el maíz. En algunas regiones también es conocida como Xilonen o “peluda”, debido a los pelos que heredaba a sus hijos los “jilotes”. Sin embargo, con el pasar de los años y mediante la evangelización el rito dejó atrás al panteón prehispánico para dar pie al santoral católico del cual se desprende la culminación de dicho rito campesino.
Hasta nuestros días, resulta interesante ver a los labriegos que desde muy tempranas horas se dan a la tarea de seleccionar de entre su milpa algunos de los ejemplares más bellos para colocarles flores, estas flores la mayoría de las veces son detenidas entre la bifurcación de la mata al fruto, embelleciendo aún más las plantas, para luego hacer oración y pedir por una cosecha próspera y que al igual que ese jilote los otros tantos que componen su campo tiendan a madurar de la mejor forma.
Es normal que durante el mes de septiembre en algunas regiones de Guerrero, Puebla, Oaxaca, Estado de México, Tlaxcala, Veracruz, Morelos entre otros lugares, ver a los campesinos con sus familias no solo colocando las flores, sino también disfrutando de un sano esparcimiento acompañado de atole, tamales, y elotes tiernos, resaltando la etapa más pura de encuentro y convivencia para con la naturaleza y la madre tierra heredada por sus ancestros y prevaleciente entre los pueblos mexicanos.
Ya avanzados los días y para el 29 de Septiembre, quizá la parte que más resalta de la temporalidad de esta celebración, debido a que converge con la celebración de San Miguel Arcángel, quien tomara el lugar de Tláloc, Dios de la lluvia y el rayo, debido quizá a sus características benefactoras de la milpa, junto con San Marcos (con quien se inicia el calendario de siembras), creando un ciclo de buenaventura y protección contra los malos aires o cualquier mal climático que pudiese estropear o echar a perder la siembra en su ciclo anual de temporal.
Es así que, llegada la fiesta de San Miguelito, se da por concluido un ciclo más, aún así no todo está dicho para los campesinos, ya que según las creencias, al andar de fiesta, san Miguel descuida las puertas del infierno, las cuales se quedan sin guardia, cosa que el diablo aprovecha para hacer de las suyas, provocando tormentas que pudren la cosecha por el exceso de humedad o impidiendo que los granos lleguen a su madurez, entre otras cosas malévolas. Por eso que es importante en estos días colocar cruces de Yauhtli (flor de nubes), mejor conocida como pericón o yerba anís (tajetes lucida), pues su brillo dorado y su forma (en cruz), recuerda al instrumento con el que Dios venció al mal, junto con el olor de tintes curativos que emana esta hierba, resulta insoportable para el demonio, haciendo que este salga despavorido o pase de largo por el campo en el que estas se colocan, (siempre en los cuatro puntos cardinales y en el centro). Así también en las puertas de las casas donde incluso se agrega una cruz de tequesquite, o tequixquitl (del náhuatl tetl, ‘piedra’; y quixquitl, ‘brotante’, ‘Piedra que sale por sí sola, eflorescente), pues quema las plantas del maligno si insiste en su empresa de crear el mal.
Con este final sincrético, preámbulo del solsticio de otoño y de su propio acontecer, transcurre una de las tantas tradiciones del México que se niega a desaparecer.
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