Los descendientes de los afectados por las guerras mundiales guardamos la memoria en las células, aunque tal vez no siempre en el consciente. Así, al menos, me sucede a mí desde siempre. Desde pequeña he tenido una extraña relación con los secretos, como si me llamaran y me pidieran que buscara algo entre las cenizas, algo entre las décadas, lo que perdió un ancestro, lo que lloró otro, o aquello que simplemente se quedó en el camino.
Hoy, 27 de enero del 2021, en medio de una pandemia, son prácticamente 107 años que son separan del 28 de julio de 1914 en que inició la primera Gran Guerra. Mis bisabuelos viajaron a México en los años 20, por barco. Al pasar de las décadas, los descendientes hemos perdido más que el idioma alemán, o lo que se pudo haber tenido de personas o lugares queridos del otro lado del mar. Es decir, claro que entiendo en un alemán y un francés básico, y he viajado y conozco familia y personas que estimo… Sin embargo, no es lo mismo a que si nunca nos hubiéramos ido, ya somos otros, aunque no se diluye totalmente la memoria entre mis venas. Recuerdo que hace unos veinte años, caminé entre los cementerios de Alemania, sabiendo que aunque no reconociera específicamente las tumbas de mi linaje, tenía muertos en ese lugar de la Selva Negra. Si bien, me atreví a visitar el bosque y las calles, evité religiosamente entrar en los museos del Holocausto. Sólo de pensarlo un escalofrío recorría mis sentidos, y no era el frío del invierno ni de la nieve, era tal vez, eso que viaja en el tiempo que nos alcanza, pero no logramos nombrar.
Esta semana vi la película «El Árbol de la Muralla», un documental que nos presenta a Jack Fuchs, un sobreviviente. Él relata que de haber durado dos días más la guerra, muy probablemente no lo hubiera podido contar. Tanto él como los otros jóvenes en Auschwitz ya eran prácticamente esqueletos. Sin embargo, logró mantenerse a salvo. Sabía que tenía familia en Argentina, pero no se sentía con deseos de buscarles, tenía la culpa del superviviente. Fue una temporada a Nueva York, y después, finalmente buscó a su familia en Argentina, donde se casó con una francesa. Jack es un abuelo lúcido, cálido, que charla de lo que logra recordar, y también habla de cómo hay cosas que prefiere olvidar para protegerse a sí mismo.
Mi abuelo Franz -cariñosamente conocido como Don Panchito-, actualmente tiene más de cien años, pero él no recuerda ni cuenta anécdotas de guerra, era muy pequeño cuando lo trajeron a este lado del mundo. No sólo olvidó el alemán y el francés, sino que aprendió a hablar algo de idioma chamula para comunicarse con los trabajadores de las fincas. Recuerdo que cuando lo visitaba y me invitaba a brindar, bien podría ser que me sirviera un brandy o un sencillo vasito con posh, un aguardiente del estado, una especie de Schnapps.

El aire es la materia prima de la vida y del lenguaje; el aliento, el espacio metafórico de la memoria. Al nombrar lo que recordamos, sugerir lo que escondemos, construimos puentes entre épocas, organismos, y partículas atómicas. Los exiliados ya no son de su lugar de origen, han perdido ese color que da la convivencia cotidiana con el lugar y su gente, pero tampoco son del lugar al que llegan… hablan diferente, tienen un peculiar savoir vivre. Y no es que sus raíces se hayan cortado, como llegué a pensar en mi adolescencia en que me encontraba perdida, buscando el significado de mi identidad entre células sociales en las que no lograba pertenecer del todo. No, las raíces no son más cortas, son incluso más largas, extendidas, interdimensionales, como una palmera invertida con algo de neblina y cantidad de aves que cantan en diversas lenguas. Así son mis raíces, una babel profunda, atraviesan el horror de las guerras, pero también penetran mucho más allá de los extraviados, los desaparecidos, las víctimas o victimarios, los sobrevivientes, las heridas, las armerías y las bombas… se hunden hasta el inicio de los tiempos, beben del corazón hirviente de la Tierra, y portan rayos de Sol, saben, conocen las historias que las montañas cantan en los sueños. Así, tal vez, duele menos el fragmento de oscuridad del Holocausto, abrazado entre siglos con relojes de sol y agendas políglotas, decoradas de arcoíris con brillo de mariposas.
Mi bisabuela llegó a México por el puerto de Veracruz. Tardó 28 días en barco, y al tocar tierra mexicana lamentablemente le robaron la mayoría de su equipaje. Actualmente podríamos viajar de México a París en 10 horas y 35 minutos, y después tomar un taxi para llegar en 27 minutos más al hotel, 11 horas en total. En los años veinte, a mi Oma le tomó 15 días cruzar los caminos entre el puerto de Veracruz y la ciudad de Tapanatepec, y otros 15 días más para llegar a San Cristóbal, Chiapas. Dos meses entre vómitos, mareos, incertidumbre, valor y entereza. Opa era ingeniero eléctrico, por lo que construyó una planta de luz para brindar ese servicio al pueblo y vivir de ello. Sin embargo, luego de asentarse, mis bisabuelos sufrieron la violencia de los conflictos agrarios en el estado. En ocasiones les quemaron la casa, en otra ocasión les expropiaron su negocio.
Es difícil imaginar todo lo que pudieron haber sufrido nuestros antepasados, antes, durante y después de las guerras… No es fácil resumir lo que significa ser humano. Cuando le pregunté a mi abuelo ¿por qué no regresaba a Suiza, Alemania o Francia?, su respuesta fue inmediata. -No tengo nada allá, no conozco a nadie, los que conocí alguna vez ya se han muerto.
Logré entender o visualizar algunos menesteres o pormenores al ver la película «África Mía«, porque si bien México y África tienen grandes diferencias, la historia de la baronesa y sus amores me permitió asomarme al pasado. Esta película protagonizada por Meryl Streep ya tiene 35 años, y yo no me estoy haciendo más joven. Tal vez un día, también seré un recuerdo, si soy afortunada, y alguien alguna vez intenta hacer memoria, tratar de entender esta época en que vivo, que dentro de cien años podría ser difícil de imaginar. Dicen que el ángel de la guarda de cada uno de nosotros no sólo nos cuida y acompaña, sino que también nos ayudará en su momento a entregar cuentas.
Hacer tabla rasa… pensar si en nuestra balanza personal pesan más las virtudes o los vicios, la inclusión y la compasión o el racismo y toda forma de intolerancia que pueda conducir a la violencia. Días como hoy, nos invitan a hacer memoria de la liberación de las sombras del exterminio nazi de Auschwitz-Birkenau. Es momento para bendecir y enviar luz a los que se han ido, y recordar juntos que conmemorar la libertad y la fraternidad es un compromiso por mantener vivo el respeto a los derechos humanos y a la paz.
Gracias. Bendiciones de Amor, Gracia y Trascendencia
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